domingo, 30 de septiembre de 2012

4. Topónimos

NOTAS SOBRE LA TOPONIMIA EN EL ALTO VALLE DEL GUADALHORCE

(Publicado en el nº 3 de Rayya, revista cultural de la comarca norte de Málaga)

Francisco J. Álvarez Curiel

Resumen: El estudio del origen de los topónimos de un lugar permite al investigador saber sobre la historia y las condiciones de vida de sus pobladores. La toponimia del Alto Valle del Guadalhorce es muy rica e interesante, pero corre peligro de perderse en buena parte. Urge elaborar un corpus de topónimos e investigar su origen, acudiendo a la memoria de los conocedores de este patrimonio cultural.
Entre los muchos asuntos que pueden, y deben, ser abordados para acercarnos a la historia y a la vida en esta comarca nororiental de la provincia de Málaga, me he decidido por el de los topónimos, guiado por las palabras del insigne antropólogo vasco Julio Caro Baroja quien afirmaba: “La historia de la toponimia es una herramienta de trabajo que se les ha presentado, necesaria de manejar, a historiadores, arqueólogos, lingüistas, a sociólogos e incluso a personas dedicadas a las ciencias naturales.” El que esto escribe, aunque firme aficionado a todas las materias que Baroja enumera, se reconoce sin ambages experto en ninguna, lo cual no servirá de excusa si lo que a continuación decimos no convence al posible lector.
La investigación sobre el origen de los topónimos puede proporcionarnos interesantes datos históricos, sociales y económicos de un lugar. La toponimia es fuente para saber acerca de la vegetación que en el pasado cubrió los montes, llanos, vegas y navas en que vivimos; da información de cuáles han sido las bases de la economía de un lugar, en nuestra caso, fundamentalmente agrícola y ganadera; con los topónimos se podrán reconstruir viejas vías de comunicación; en los nombres de algunos lugares se conservan fosilizados los apellidos de gentes que vivieron hace siglos; algunos son el escueto título de una historia que la tradición quizás ha olvidado…
El hombre, desde que el mundo es mundo, ha sentido la necesidad de ponerles un nombre a las cosas. Quien suba a una montaña, cruce un río, penetre en una cueva o atraviese una llanura, pero desconozca los nombres de los sitios por los que ha pasado, en cuanto le sea posible hará una pregunta inevitable: “Este lugar ¿cómo se llama?” Los navegantes, conquistadores y aventureros que llegaban a lugares lejanos, cuyos nombres no aparecieran en las cartas geográficas, lo primero que hacían era bautizarlos, ponerles un nombre que los identificara, de la misma manera  que se hace con un recién nacido.
Si caemos en la cuenta de que tras el nombre de un arroyo, fuente, cortijo o loma se esconde un retazo de nuestra historia y de nuestro pasado, lo primero que habríamos de acometer sería elaborar un corpus de topónimos de la comarca en la que nos ha tocado nacer y vivir. Aunque esta labor es ingente, porque en un solo término municipal los encontramos por miles, podríamos comenzar por los que consideremos más relevantes y significativos. Por otro lado, un trabajo de recopilación y estudio no debiera demorarse pues muchos de estos nombres corren el riesgo de borrarse de la memoria de las gentes. La paulatina desaparición de profesiones ligadas al contacto diario con el terreno, como es la de los pastores, cuyo conocimiento de cada rincón de la sierra o del llano era imprescindible para el sustento del rebaño o de la manada, está ocasionando la pérdida de una rica nomenclatura con la que se precisaba la denominación exacta de todo peñasco, risco o cañada. Los cambios que se han producido en las labores agrícolas, sobre todo el de la mecanización, han despoblado nuestros campos de peones y jornaleros; muchos terrenos de mala calidad para la siembra, si antaño eran labrados, en la actualidad han quedado baldíos y abandonados, y sus nombres se han ido difuminando; la emigración de los años sesenta del pasado siglo dejó deshabitados bastantes de cortijos de los que sólo quedan algunas ruinas y cuyo original nombre hoy pocos conocen. A todos nos consta que las nuevas generaciones, salvo grupos de jóvenes aficionados a la espeleología, al senderismo o a la escalada, desconocen el nombre de muchos enclaves y parajes por el simple hecho de que nunca han estado en ellos.
Una buena fuente de información son los mapas topográficos pues contienen bastantes topónimos, aunque solo incluyen los que designan accidentes geográficos de cierta entidad. Para conocer la toponimia local, que es mucho más rica y minuciosa que la reflejada por la cartografía, debemos acudir a las personas que se han pateado todos los parajes y conservan en su memoria el nombre exacto de cada uno de ellos, como son los pastores, cazadores y guardas forestales, grandes conocedores de las sierras, lugares en que la densidad de los topónimos es sensiblemente superior a la de las tierras llanas Las personas mayores, sobre todo los hombres, son una fuente imprescindible para el que quiera hacer esta labor de recopilación. Habría que distinguir, no obstante, entre los topónimos antiguos y los recientes, pues el valor informativo de los primeros es sin lugar a dudas mucho más interesante. Cuando hablamos de topónimos recientes nos estamos refiriendo en especial a los nombres que se dan a cortijos, puentes, caminos, canteras o cualquier otra manipulación humana que haya comportado un cambio en el paisaje en los últimos tiempos.
Para hacer esta breve reseña sobre la toponimia nos hemos centrado en el entorno que mejor conocemos y que, además, constituye una comarca bien definida pues comparte varios elementos comunes: cierta homogeneidad geográfica, las mismas o parecidas actividades económicas, ha sufrido los mismos avatares históricos y está atravesada por un mismo río. Nos referimos al Alto Valle del Guadalhorce, la cabecera del más importante río malagueño, que cruza los términos municipales de Villanueva del Rosario y Villanueva del Trabuco. En este valle incluimos también parte de los términos municipales de Antequera y Archidona, cuyas aguas pluviales, a través de ríos, arroyos o cañadas van a parar al Guadalhorce. La naturaleza no se detiene ante los linderos, ni entiende de límites artificiales creados por las distintas administraciones. En este trabajo aparecerán topónimos de todo el valle pero, por razones obvias, los más frecuentes serán los que rodean al pueblo que mejor conozco: Villanueva del Rosario
Este espacio que hemos acotado es casi rectangular y está cerrado al este por las sierras del Jobo, Camarolos, Gorda, y de San Jorge, en las que se sitúan varios puertos (del Quejigo, de los Perdigones, Carigüelas) por los que se llegaba a las vecinas localidades de Alfarnate, Alfarnatejo y Riogordo; al norte se encuentra el más diáfano y transitado: el Puerto de los Alazores. Por el oeste se extiende una larga sucesión de colinas cubiertas de espesa vegetación, conocida como El Brosque, y que nos separa de las vecinas vegas de Antequera y de Archidona. El camino hacia el sur está cerrado por varios macizos montañosos (La Breña, Las Buitreras, Sierra de las Cabras, Sierra Prieta y Sierra de Las Fresnedas) entre los que se abren dos puertos por los que han discurrido históricamente las comunicaciones entre Málaga y las vecinas provincias de Granada y Córdoba; son el Puerto de Las Pedrizas y el de Las Fresnedas. Hacia el norte, el valle asciende suavemente hasta el espacio más abierto y menos abruto de la comarca: los llanos de Salinas.
Aunque por los vestigios arqueológicos encontrados sabemos que estas tierras han estado habitadas desde tiempos remotos, en la toponimia del lugar no hemos detectado testimonios de cómo serían nombrados los distintos accidentes naturales. Los topónimos que incluyen voces prerromanas, como nava o vega, no son herencia de aquellos tiempos, sino nombres con los que los repobladores cristianos rebautizaron estos parajes tras la reconquista. Pudiera pensarse que de la época romana, momento de gran dinamismo y de gran densidad de población en esta comarca, habríamos heredado una rica toponimia. Lo cierto es que, una vez desmembrado el Imperio Romano y tras un cierto periodo de esplendor por el establecimiento durante al menos dos siglos de los visigodos, el extenso valle quedó prácticamente deshabitado durante casi un milenio, coincidiendo este dilatado tiempo histórico con la dominación árabe. No se han encontrado indicios de que este pueblo tuvieran asentamientos relevantes en todo el alto valle del Guadalhorce, mientras que sí existieron en los territorios aledaños de Antequera, Archidona, Loja, Axarquía…. De los nombres que recibían estos lugares desde la época romana hasta finales de la Edad Media solo han quedado algunos testimonios escritos (Ulisys, Ouvilia) que hacen referencia a núcleos de población que ni siquiera hoy están bien localizados.
Sería a partir del siglo XVI cuando estas tierras fueron repobladas y, con los nuevos habitantes, el valle recobró vida y aquellos lugares sin nombre comenzaron a ser conocidos e identificados. En nuestra opinión, la toponimia de nuestro valle es reciente. Los dos núcleos de población, Villanueva del Rosario y Villanueva del Trabuco, son nombres utilizados para designar a estos pueblos, olvidando en uno el arraigado Saucedo, que habla de la abundancia de estos árboles en las riberas de sus ríos, y aludiendo posiblemente el segundo a un episodio (la construcción de una catapulta o trabuco) acaecido en estas tierras cuando las huestes cristianas marchaban para la conquista de Málaga a finales del siglo XV.
Cuando se elabore la lista de lugares, accidentes geográficos, parajes, viviendas o nombres relacionados con el agua existentes en nuestra comarca, por fuerza ha de ser bastante prolija por lo abrupto del terreno, la compleja hidrografía, la tupida red de vías de comunicación y el hecho de que la población rural siempre ha sido muy significativa. He aquí un breve guión que puede servir al posible recopilador de topónimos: ríos, arroyos, cañadas, fuentes, nacimientos, lagunas, pozos, molinos, puentes, sierras, peñones, tajos, cuevas, cerros, lomas, barrancos, hoyos, cortijos, caminos, veredas, realengas, puertos, ventas… Para animar a futuros recopiladores de topónimos, aquí doy una relación de las fuentes que, salvo error u omisión, brotan en el Alto Valle del Guadalhorce.
Albero
Bajo Hurán
Bartolo
Blanquilla
Borbollón
Borriquete
Botello
Canaleja
Canelas
Chocilla
Cien Caños
Juan Miguel
Lana
Loca
Nagüelos
Navazo de los Pozos
Peral
Pilas de Hierro
Pilas del Señorito
Pilón del Borrico
Pita
Podadera
Postuero
Prado del Toril
Quejigo
Raigón
Rincón de Teodoro
Saladillo
Salud
Tabernilla
Teja
Tocino
Toma y Bebe
Toronjil
Víbora
Vieja
Viso de la Rosa
Zarza

El mecanismo que la lengua utiliza para crear los topónimos sigue diferentes pautas, por lo que hacer una clasificación no es tarea fácil. Observamos que en muchos de ellos se sigue una técnica descriptivo-narrativa, es decir, el topónimo hace referencia a la naturaleza, color y otras calidades físicas del lugar nombrado: Tajo del Mediodía, Hondoneros, Veredilla Angosta, Tosquilla, Sierra Prieta, Arroyo del Saladillo, Las Umbrías…
En otros aparece el nombre, apellido o apodo de una persona (antropónimos): Cortijo de Eduardo, Hoyo de Díaz, Cerrillo de Vílchez, Ventorro del Cojo, Peñón de Solís, Los Peláez  (cortijada), Cerro Bastián (reducción del nombre ‘Sebastián’), Rincón de Tedoro (de Teodoro, puesto de caza).
Los más numerosos son los que aluden a elementos vegetales, presentes, o ya desaparecidos, propios del paraje (fitónimos): Fuente de la Higuera, Puerto del Quejigo, Fuente del Fresno, Nacimiento de la Higuerilla… Dentro de este grupo merece especial atención la abundancia topónimos formados por nombres colectivos de árboles: Fresneda, Quejigal, Endrinal, Enebral, Saucedo, Parroso (nombre de un afluente del Guadalhorce llamado antiguamente Río de las Parras).
Hay topónimos con nombres de plantas o de árboles poco conocidos, porque lo que son términos infrecuentes en la competencia lingüística de los hablantes, que desconocen en su mayoría de qué vegetal se trata: Toronjil (fuente), Oñoro (cerro donde abundaban los ñoros), Piornios (paraje poblado de piornos).
En este grupo de los fitónimos, me ha resultado especialmente llamativo el averiguar que el Puerto llamado de los Alazores no tiene nada que ver con ‘azor’, sino que es exactamente el plural de ‘alazor’, también llamado cártamo, una planta silvestre de medio metro de altura, cuyas flores amarillas se utilizaban para teñir, y de las que se extrae aceite comestible, además de servir para cebar aves.
El conjunto de topónimos formados a partir del nombre de un animal (zoónimos) es también muy significativo e interesante pues en ellos se constata la fauna que habita o habitó estos parajes: Arroyo del Oso, Puerto del Lobo, Tajo de la Culebra, Morrón de la Aguililla, Las Buitreras, Las Zorreras, Cueva de las Palomas…
Hay topónimos que hablan del oficio y condición de los habitantes de las viviendas o de los dueños del terreno: Cortijo del Indio (posiblemente ‘indiano’), Casilla del Cura, Arroyo del Médico, Cortijo del Pañero, Cortijo del Sacristán, Cerro de las Monjas, Cortijo del Presidiario…
Mención aparte merecen los topónimos referidos a las antiguas vías de comunicación por las que transitaban los lugareños para ir y venir del campo al pueblo, o dirigirse a las localidades vecinas; también eran paso obligado para los arrieros que venían desde la costa hasta el interior. Son los caminos de Málaga, de la Camila; las veredas de Archidona, de Alfarnate, de Riogordo; las coladas de la Sierra, del Turco, de la Rosa Alta. Por estos caminos, sendas, veredas, realengas y cañadas transitaban los rebaños de ganado y los viajeros que iban a pie, en montura o en diligencia. Para descansar se alojaban en las distintas ventas, ventillas, ventorros o ventorrillos, dependencias que han dado un buen número de topónimos: Venta de José María, Venta de Adolfo, La Ventilla, El Ventorro, Ventorro del Cojo, Venta de Escobar. Era frecuente que las antiguas ventas (en cada legua de los caminos reales solía haber una) con el tiempo llegaran a convertirse en núcleos de población.
Son numerosos los topónimos con denominaciones extrañas. Gumeo es el nombre, de un extenso paraje cubierto por fértiles olivares y que, según testimonios antiguos, fue un denso encinar. Este raro topónimo pudiera ser deformación de ‘humeo’, relacionado con ‘humedad’, porque la presunta raíz árabe ‘gumen’ (fortaleza) parece poco verosímil ya que no aparecen indicios de algún tipo de edificación que le hubiera dado el nombre y, sobre todo, porque los topónimos de raíz árabe son muy escasos en nuestro entorno.
Como hemos dicho anteriormente, el territorio que hemos acotado nunca fue ocupado por los árabes, quienes sí ocuparon durante ochos siglos las tierras colindantes: Antequera, Archidona, Loja, Axarquía… Mención aparte merece el nombre de nuestro río, el Guadalhorce, pero sucede que los nombres que se dan a los ríos con frecuencia van a contracorriente: suben desde la desembocadura hasta el nacimiento. Conocido por navegantes y comerciantes desde la más remota antigüedad, los griegos lo llamaron Sadouka Potamós, y los romanos Saduca Fluvius. Los árabes mudaron su nombre  en Wadi l-Qabir bi-Malaqa (Río Grande de Málaga) para distinguirlo de Wadi l-Qabir (Guadalquivir: Río Grande) bético. Los repobladores cristianos del s. XVI lo llamaron Guadalquivirejo, denominación que fue olvidada ya que se impuso el actual Guadalhorce, también de indudable raíz árabe, y cuya traducción literal lo más probable es que sea Río del Trigo.
En este punto, amén del citado arabismo Guadalhorce, debemos hacer mención del nombre Gibalto, interesante denominación dada a esta montaña, pues es un topónimo que contiene por un lado la raíz árabe Gib- (‘montaña’, que aparece en muchos nombres de montes y montañas: Gibralfaro, Gibraltar), seguida del adjetivo castellano –alto. Como dice Asín Palacios, no es infrecuente la existencia de topónimos híbridos, es decir, que unen voces de las dos lenguas, por ejemplo Guadalupe (‘río’ y ‘lobo’). Otros arabismos que encontramos en nuestra toponimia, como Atalaya o Atalayón, son voces traídas por los repobladores y corrientes en el castellano.
Entre otros topónimos, cuyo étimo resulta enigmático y extraño a la lengua, entresacamos los siguientes: Gandalla (paraje), Rusía (arroyo y paraje), Jobo (sierra; ‘jobo’ es el nombre de un árbol propio de América), Camarolos (sierra), Vivarena (arroyo y fuente)
Encontramos topónimos que han sufrido deformaciones fonéticas, muchas veces producto de la llamada etimología popular, por la que se intenta hacer transparente y conocido un nombre que, por las razones que sean, nos resulta raro. Esto explicaría por qué unas tierras pertenecientes al conde de Alimanes, se habrían transformado en el actual Alemanes; o que el nombre del paraje conocido como El Chatino, es deformación de Teatinos pues aquellas tierras, entre las que aún se pueden observar las ruinas de un pequeño edificio religioso, fueron propiedad de esta orden religiosa.
En ocasiones los encargados de hacer los mapas cartográficos se limitaban a preguntar por los nombres de los lugares a vecinos y pastores, quienes les respondían pronunciando a su manera, y tal cual eran en transcritos. Así debió de suceder con el topónimo Sierra del Cojo, que incluso en la cartografía más reciente aparece como Sierra del Co, escrita como suena ‘cojo’ en la pronunciación coloquial de la comarca.
Como dice el ya citado Asín Palacios, los topónimos pasan de generación en generación por transmisión oral más que escrita, circunstancia que debemos tener en cuenta para encontrar la forma primitiva de algunos topónimos que de otra manera resultarían incomprensibles.
Uno de los parajes más extensos de la comarca, repartido entre los términos del Rosario, Archidona y Antequera, es el conocido como El Brosque. Este es un caso, no muy frecuente en el dominio de la variedad del andaluz hablada en estos pueblos, de r epéntica que transforma Bosque en  Brosque. Este topónimo se aplicó al paraje por haber estado cubierto desde la antigüedad por una densísima vegetación, fundamentalmente de encinas. A partir del siglo XVI aquel bosque mediterráneo fue sometido a un sistemático proceso de deforestación para cubrir con estos árboles las necesidades de combustible de la creciente población que se iba instalado en sus aledaños. El cercano topónimo Carboneras, un antiguo caserío colindante con el Brosque, alude sin lugar a dudas a la actividad de transformación que los carboneros realizaron con la madera de aquellos bosques durante al menos tres siglos.
Un topónimo idéntico, en este caso sin deformación fonética y en plural, es el de Los Bosques, nombre que recibe en la actualidad una extensa finca y el cortijo de los propietarios. Aunque pertenecen al término de Antequera, Los Bosques están ubicados en la comarca del Alto Valle del Guadalhorce. A primera vista el nombre quedaría plenamente justificado porque, como sucedía con su homónimo Brosque, el lugar también estuvo ocupado por una extensa masa arbórea hasta fechas recientes. Un día pudimos leer en el periódico El Sol de Antequera (cuya fecha no tuvimos la precaución de anotar) una referencia al nombre que de dicho paraje aparecía en las escrituras: Los Bodoques. Puestos a indagar comprobamos sin dificultad que la palabra bodoque, amén de ser el ‘nombre del relieve de forma redonda que sirve de adorno en algunos bordados’, tiene como primera acepción el de ‘pelota o bola de barro hecha en turquesa y endurecida al aire, como una bala de mosquete, la cual servía para tirar con la ballesta de bodoques’. Como no sabíamos lo que era una ‘turquesa’ acudimos de nuevo al diccionario donde se dice que turquesa, además de un tipo especial de tierra de color verdoso, es ‘molde, a modo de tenaza, para hacer  bodoques de ballesta o balas de plomo’. Sucede que, colindante con Los Bosques, existe una cortijada que recibe el nombre de El Turco, extraño topónimo, salvo que fuera un apodo que pudiera justificar su origen pues es improbable que hgubiera sido habitado alguna vez por una persona oriunda de Turquía. Pensamos, y esta quizás sea la explicación más probable, que la denominación de Turco procede de  turquesa, y que en algún momento de finales de la Reconquista, en aquellos parajes se habrían fabricado aquellos proyectiles (bodoques de turquesa) para ser empleados por las tropas cristianas, y que de aquella circunstancia derivarían los primitivos topónimos.
Es tan variopinta y a veces tan curiosa la etimología del rico patrimonio toponímico de nuestro entorno que, en espera de poder realizar un estudio más profundo y exhaustivo de la misma, me voy a limitar a hacer una breve reseña de algunos casos que he considerado interesantes o curiosos, porque en el momento de bautizar un lugar, paraje o cortijo, es fácil que brote el ingenio y la gracia del padre de la criatura. En efecto, hay topónimos que se han fraguado a partir de una anécdota.

La cueva’Toma y bebe’.
En un libro sobre Villanueva del Rosario, publicado el año 1955, se hace referencia al origen de este topónimo en un escueto comentario: “…debe su nombre a una leyenda de pastores serranos”. Los lugareños conocemos por la tradición oral, sin que nadie pueda confirmar la veracidad del hecho al que debe su nombre, el origen del nombre. Esta cueva, que en realidad es un abrigo situado en el Puerto del Quejigo, por donde pasaba el camino que comunicaba Villanueva del Rosario con Alfarnate, era lugar frecuentado por pastores y cazadores porque, amén de servir de refugio en un paraje inhóspito, en su interior brotaba un pequeño manantial. Para acceder al oscuro y estrecho recinto en el que se encuentra el pilón que contiene el agua, hay que deslizarse por un agujero por el que apenas cabe el cuerpo de una persona. Pues bien, un pastor, conocedor del lugar y acuciado por la sed, entró no sin esfuerzo en la pequeña recámara para beber. Como venía deslumbrado por la luz exterior y porque en el lugar la oscuridad era casi total, no supo que allí ya había alguien quien le dijo con la mayor naturalidad: “Toma y bebe”. Dice la leyenda que, del susto que se llevó, el recién llegado murió en el acto.

Cortijo Mirasiviene
Cuentan los viejos del lugar que este nombre compuesto es exactamente la frase “Mira si viene”, dicha un día y otro al peón por los alarifes que trabajaban en la construcción del cortijo que todavía no tenía nombre. Viendo que se aproximaba la hora del almuerzo, que les acuciaba el hambre y que no se veía llegar al mamporrero encargado de traerles el rancho, los desmayados trabajadores ordenaban una y otra vez al que servía de ayudante que se acercara al camino que venía desde el lejano cortijo de El Paraíso, donde vivía el dueño de la obra y encargado de hacerles la comida, y mirase por si venía el encargado de traer la comida. Fueron tantas las veces que alguien se asomaba para ver si venía, que se le quedó como nombre.

Cortijo de la Rabia
Este cortijo fue edificado a principios del siglo XX no lejos de Villanueva del Rosario, pero en tierras que pertenecen al término municipal de Antequera, uno de los términos más extensos de la provincia y que, en el caso de esta localidad, llega a menos de un kilómetro de la población. También es sabido que las tierras de la vega antequerana, por ser muy fértiles, eran consideradas de primera clase, por lo que pagaban altos impuestos; por el contrario, las tierras alejadas de Antequera, como las que tenía el propietario que levantó este cortijo, eran de tercera clase y pagaban impuestos muy bajos, mucho más llevaderos que si se hubiese construido el edificio en tierras saucedeñas, donde las cargas fiscales siempre eran mucho más elevadas. Cuando le preguntaron el porqué de hacer el cortijo en este lugar, el dueño de la finca explicó sin contemplaciones: “Para que rabie el alcalde”.



Aclaraciones de algunos términos empleados.
fitónimo: topónimo que incluye el nombre de un vegetal
zoónimo: que incluye nombre de animal
antropónimo: que incluye nombre de persona
cañada: vía para los ganados trashumantes, que debía tener noventa varas de ancho
realenga: camino que pertenece al rey
arabismo: palabra árabe que se ha incorporado al castellano
étimo: raíz de una palabra
epéntesis: fenómeno fonético que consiste en añadir un sonido dentro de una palabra.




BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA

ASÍN PALACIOS, Miguel (1940): Contribución a la toponimia árabe en España, Imprenta de Estanislao Maestre, Madrid
 CARO BAROJA, Julio (1986), El laberinto vasco, Biblioteca de la Historia de España, Sarpe, Madrid
GOZÁLVEZ GRAVIOTO, Carlos (1986): Las vías romanas de Málaga, Colegio de Ingenieros de Caminos, Canales y Puertos, Málaga
NATERAS, José; NAVAS, Diego (1954): Villanueva del Rosario, Artes Gráficas Alcalá, Málaga

lunes, 24 de septiembre de 2012

3.- La foto del caballito

Mi hermana Mari Carmen y Consuelo

El Día de la Virgen, junto con los turroneros, la serena, la ‘volaora’ y las barquillas, llegaba el retratista, un fotógrafo ambulante que se ganaba la vida yendo de pueblo en pueblo, de feria en feria con sus achacales a cuestas. El equipo era sencillo y elemental: un trípode con su cámara, una tela que servía de fondo y el caballito.
La cámara era un artilugio primitivo consistente en una simple caja con el obturador manual y un saco de tela negra que le servía de cámara oscura.
Colgando de la pared y como fondo de la fotografía, estaba el decorado: una tela en la que aparecían dibujados exóticos jardines, fuentes con palomas y columnas de las que pendían telas rosadas. El empedrado que aparece en la franja inferior de las fotos denunciaba a las claras que todo aquello era postizo. Cuando no había decorado, se ponía una simple manta.

El elemento más característico e imprescindible para la foto del niño o de la niña era el caballito blanco, con las crines y la cola de un negro brillante. Las fotos las revelaba allí mismo y te las podías llevar una vez que se les secaba el líquido revelador, por eso se llamaban así: fotos al minuto.
Así nos han llegado fotos de niños, grupos de amigos, parejas, familias, todos ataviados con sus mejores galas, con la vestimenta del día de la Virgen: niños con sandalias, calcetines, pantalón corto con tirantes si era pequeño; pantalón largo (a veces bombachos) si se era rapagón: las niñas con vestidos iguales y pomposos, y lazos sujetando el pelo. Las adolescentes recogían su larga melena en dos trenzas terminadas en lacitos. Los hombres lucían su palmito, esgrimiendo cada uno un cigarro entre los dedos.
Frente a las fotografías de estudio que se hacían los ricos en Málaga o Antequera, las familias que no podían permitirse tales lujos aprovechaban la llegada de estos fotógrafos ambulantes y baratos para perpetuar su imagen.

Los hermanos González.
El de la derecha es Juan.


El de la derecha es Juan Godoy 'Juan oreja' y el de la izquierda parece su hermano

Familia de emigrantes del pueblo en Argentina.
Matrimonio y ocho hijos


Pepa Aguilera, nieta de Rosario Palma me dice que aquí están 5 de los 7 hijos de Cristóbal Palma y Rosario Jiménez. Son: Rosario, Manuel, Cristóbal, Félix y Consuelo.
La señora que aparece en el centro es su tía Socorro Jiménez, hermana de Rosario..

Hermanos Veleta


Los hermanos hijos del Moro y de la Beatriz, Paca (enfadada porque quería montarse en el caballito), Pepe, Paco y María


Rosarito Palma de Félix el peluquero




El del caballito en la calle empedrada es Paco Tedoro con pocos años

jueves, 20 de septiembre de 2012

2 Vocabulario número 1

Vocabulario 1


En el habla coloquial y familiar de Villanueva del Rosario se usan palabras y expresiones peculiares que o no aparecen en el diccionario o son usadas con una forma y sentido diferentes; a veces son palabras propias del español antiguo que aquí se han conservado.
Estas voces, que han sido durante siglos un rasgo tradicional en nuestra forma de hablar, corren el riesgo de desaparecer pues muchas de ellas ya solo las emplean algunas personas mayores. En este medio de comunicación tan prodigioso como es Internet podemos hablar de algunas de estas palabras, comentar el uso que de ellas hacemos y, en lo posible, intentar salvarlas del olvido al que la modernidad parece querer condenarlas.
Como muestra de este léxico popular tan nuestro, he aquí algunos ejemplos con un breve comentario.

¿Alguien ha oído o leído fuera de nuestro entorno la expresión en tenguerengue? Si tu mujer te dice que la estantería que has montado en el salón está en tenguerengue has de saber que el mueble corre inminete riesgo de derrumbarse. Pues bien, esta construcción no la hemos inventado aquí pues aparece en el Diccionario de la Real Academia en estos términos:

tenguerengue (en): Sin estabilidad, en equilibrio inestable.

Sucede que para nosotros es un término corriente que usamos cada dos por tres, mientras que en otros sitios es prácticamente desconocido.

No sucede lo mismo con el nombre escarrosío y el verbo correspondiente escarrosiar, pues por más que los busquemos no aparecerán. En este caso, para indicar la idea de dispersión, disgregación, separación los hablantes han fundido descarriar y rociar en unos híbridos inusitados, descarrociar o descarrocío, en los que, una vez fundidos, la idea de dispersión se ve intensificada; eso sí, se han sometido a la pronunciación andaluza: pérdida de d- inicial, cambio del sonido c/z por s

¿Qué se puede decir del verbo esfalagar? Es un verbo que suele emplearse después de una comida abundante, copiosa y rica en calorías para indicar que la digestión va a se larga y fatigosa; también se usa el verbo esfalagar para referirse a cómo resolver algún asunto o trabajo dificultoso que requiere mucho esfuerzo y sudor. Proviene de desbalagar cuyo significado es el de ‘separar el grano de la paja o bálago’. La –f- es el resultado de la tendencia en el habla popular a reducir el grupo consonántico –sb- en f, como también sucede en desbaratar > esfaratar.

Si en tenguerengue repite los sonidos e, n, g para simbolizar acústicamente la idea de inestabilidad, en el nombre sorrotrosco la repetición cuatro veces de la ruidosa vocal o la presencia de las consonantes rr y t favorecen la sugerencia de ruido, estruendo, tumulto o confuso sonido de cosas que caen.

Alguien pregunta: “¿Este año vas a ir a los toros?” y el otro responde: “Pos deúro habrá que ir”. Aquí tenemos un hermoso vocablo que no es más que la contracción de la expresión castellana de juro, que significa ‘ciertamente, por fuerza, sin remedio’. Es una hermosa manera de decir que sí pero usando para ello una forma que prácticamente ha desaparecido del habla de muchísimos hispanohablantes y que aquí se mantiene como una preciosa reliquia.

(Continuará)

martes, 18 de septiembre de 2012

1 Balones a las habas


El abuelo de Miguel Veleta arando junto al 'campo' de fútbol


En un partido de fútbol, cuando a los jugadores les interesa perder tiempo, siempre tienen el socorrido recurso de lanzar el balón fuera del campo y ganar así unos preciosos segundos. En el lenguaje futbolístico esta táctica se conoce como ¡Balones fuera¡, pero en nuestro peculiar léxico futbolístico saucedeño, para referirnos a este lance del partido, empleamos una exclamación más explícita y precisa: ¡Balones a las habas¡

Este dicho tan nuestro nació en los tiempos en los que los aficionados a este noble deporte en Villanueva del Rosario no disponían de un campo de fútbol municipal, porque había que darle patadas a la pelota en un campo que ni era municipal ni era de fútbol: era simplemente eso, campo. Los jugadores esperaban impacientes durante todo el invierno y buena parte de la primavera a que alguna de las fanegas de tierra, más o menos llana y cercana al pueblo, quedara despejada y así poder jugar una vez segado y recogido el pejuar: trigo, cebada, matalahúga o habas.

A veces se tenía la suerte de que alguna haza en condiciones quedara todo el año de barbecho y disponible, si el amo del terreno lo consentía, para que los intrépidos deportistas desfogaran todas las tardes sus ganas de pegarle patadas a una pelota; pero cuando llovía, por muy de barbecho que fuera, no se podía pisar el terreno pues quedaba hecho un puro barrizal.

Quedaba, eso sí, el recurso de irse a las eras que, como estaban empedradas y libres durante el invierno, permitían el peloteo y el partidillo sin miedo al barro. Las eras más grandes eran las de abajo: la de Coscurrones, El Zocato o la del Canelo; las de la Fuente Vieja era más pequeñas y casi todas servían de mular durante buena parte del año. Lo malo de jugar a la pelota en un sitio empedrado son las caídas y rachones cuyas consecuencias resultan siempre más dolorosas que si se producen en un lugar terrizo. Echar un partido en una era tenía su mérito y aquella época tan dura debería ser conocida como la edad de piedra del fútbol.

Como muestra la fotografía, tomada a principios de los años sesenta, el presunto campo de fútbol en el que se disputaban los partidos estaba lindando con tierra de labor; el que se ve arando, indiferente a lo que sucede en el campo de fútbol, es el abuelo de Miguel ‘Veleta’. Allí, a lo sembrado, a las habas es a donde irán a parar los balones que se salgan del campo por la línea de banda.